Segunda entrega de este relato, por petición popular paso a publicar una página dos veces por semana en lugar de dos páginas una vez por semana. Espero que así la lectura se os haga más ligera. Un abrazo a todos y que tengáis una buena semana. [Click aquí para leer este relato desde el principio]
–Héctor Celaya– saludó a su copiloto
–Chris Latham– dijo el joven muchacho, totalmente anónimo con su uniforme y su casco de soldado. Diez minutos de comprobaciones después, la compuerta exterior de la nave se abrió y el T–162 despegó vacilante hacia el vacío. Ante ellos, la Tierra, azul y salpicada de nubes. Héctor Celaya, como piloto, había visto muchas veces aquella imagen, pero nunca la había prestado tanta atención como le prestó entonces. Las toberas del T–162 se encendieron y el carguero aceleró, ayudado por la cada vez más fuerte gravedad de aquella pequeña canica azul.
–¿Por qué te has presentado voluntario?– Le preguntó finalmente a su copiloto.
–Por lo mismo que usted, señor–
–No sabes cuánto lo dudo– sonrió Héctor
–¿No está aquí por lealtad a la coronel Alexeyeva?
–¿Lealtad?– El sabor de cientos de besos secretos acudió a los labios de Héctor –Sí, supongo que podríamos llamarlo lealtad–
–¿Señor?–
–Olvídalo. Preparando protocolo de reentrada, ya tengo ganas de hacer volar este trasto en su elemento– Las toberas del T–162 se activaron a plena potencia y su velocidad se redujo hasta unos agradables diez mil ochocientos kilómetros por hora y siguió bajando. La atmósfera de la Tierra empezó a tomar consistencia a medida que el T–162 descendía y el barómetro del panel de mandos frente a Héctor empezaba a cobrar sentido. Fue un descenso de rutina, sin fuego, sin temperaturas abrasadoras provocadas por la fricción del aire. Un descenso tranquilo, cortesía de los motores de antimateria, cuya autonomía permitía reentradas controladas a baja velocidad. Para cuando llegaron a 10.000 metros se movían a unos confortables 900 kilómetros por hora.
Durante su descenso se cruzaron con otras naves, algunas con capacidad para llegar al espacio, otras sin ella, algunas subiendo, otras cayendo. Pero siguieron en silencio hasta que pudieron ver, una hora más tarde, su primer destino. Entre las escarpadas montañas del que antaño fuera el país más aburrido sobre la faz del mundo, una pequeña gruta sólo parcialmente visible les daba la bienvenida. Ni un solo soldado había intentado tomar aquellas montañas entre el mediterráneo y la Europa continental en siglos, ni grandes guerras ni genocidas habían cruzado aquellas fronteras. Sólo dinero, mucho dinero, durante mucho tiempo. Antes de aterrizar en el hangar Héctor y Chris pudieron leer BK en grandes letras impresas en el suelo. No lo sabían, pero estaban ante la Reserva de Bernina Kulm.
Héctor no había estado en ninguna misión de recogida de civiles, pero la lógica le hacía esperar decenas de personas agolpándose en el hangar, peleándose por estar en primera fila cuando se abrieran las compuertas de la nave. Pero allí no había nadie. Ni una sola persona les esperaba para darles la bienvenida, o para intentar subirse a la que era su única vía de escape de aquella Tierra condenada.
–¡¿Hay alguien?!– gritó Chris al vacío tras bajarse de la nave. –¡Hola!–
–Las compuertas del hangar se abren desde dentro Latham, si quisieran haber venido a saludar lo habrían hecho– dijo Héctor tras comprobar que no había peligro en bajar de la nave.
–Señor…– Chris le tendió una papel que había encontrado, era un plano de servicio de aquella planta en el que habían marcado una sala a unos pocos minutos de distancia.
–Vigila tu espalda– ordenó Héctor poniéndose en marcha.
El camino fue lento y más bien tortuoso, avanzaban muy despacio, volviéndose constantemente y escudriñando las sombras y las esquinas, esperando algún tipo de trampa chapucera. Pero no la hubo. Corredor tras corredor se sucedieron envueltos en silencio. El vacío les devolvía el sonido de sus pasos contra el suelo de metal. Y en el silencio se podía oír el zumbido del sistema de ventilación. Pasaron la sección del hangar y se metieron en una de mantenimiento igualmente desierta. Al entrar en la sección de seguridad empezaron a oír murmullos, gemidos, quejidos que venían de los pasillos adyacentes, siguieron caminando sin decir nada.
–Señor…– dijo Chris inquieto.
–Sí, yo también lo oigo– Héctor aspiró profundamente–. Y lo huelo –murmuró después. Carne quemada, quemaduras en las paredes. Héctor había visto todo aquello muchas veces, pero aquellos gemidos… aquellos gemidos le ponían la carne de gallina. Las voces inarticuladas se hacían más intensas o desaparecían a cada paso que daban, sabía que no era así, pero casi parecían moverse a su al rededor, perseguirles. Chris miraba hacia todas partes y gritaba tratando en vano que le respondieran.
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