Otro fragmento del relato Bernina Kulm, ya pasado el ecuador de su aventura Héctor y sus compañeros de viaje afrontan el síndrome de Estocolmo con estoicismo y serenidad. [Click aquí para leer este relato desde el principio]
Inmerso en sus pensamientos, Héctor se encontró sin darse cuenta en la pequeña sala de control de las grúas de transporte. Crissinger estaba operando los controles y durante los primeros minutos todos permanecieron de pie, en silencio, viendo por la ventana de observación como trabajaban las enormes grúas motorizadas que cargaban los contenedores con lenta y metódica diligencia. Resultaba tan emocionante, tan hipnótico como una carrera de caracoles, de modo que Héctor tardó poco en sentarse en un rincón. Se había quitado el casco y estaba sentado con un caramelo en la boca, la culata del rifle entre las piernas y el extremo contrario apoyado en el hombro. Cerró los ojos un instante y sintió la presión del metal contra su cuerpo, esperando, dejando la mente en blanco para que los pensamientos y los recuerdos no le fatigaran el cerebro.
–¿Se encuentra bien señor?– preguntó Chris finalmente.
–En cuanto te relajes verás que tú también estás cansado– respondió Héctor sin abrir los ojos.
–Cómo voy a relajarme en medio de…–
–¿Una espera de varias horas?– le interrumpió Héctor. Chris miró a su alrededor: Crissinger seguía manejando los controles y las grúas seguían con su trabajo. La sala en sí misma no ofrecía mayores ocupaciones de modo que Latham se sentó en el extremo opuesto de la sala y cerró los ojos, respiró hondo y trató de relajarse. Durante unos segundos la oscuridad y el silencio se apoderaron de su cerebro, y sintió los hombros cargados, las piernas cansadas y la rodilla derecha dolorida por haber estado clavada en el suelo demasiado tiempo. Pero al cerebro humano no le gusta el vacío. Lo que empezó siendo una negrura informe en la mente de Chris se tornó en una rápida sucesión de imágenes teñidas de gritos, de olores y luces fugaces. Latham abrió los ojos sobresaltado y miró a su alrededor. Seguía en la sala de control, Crissinger seguía operando los controles, Héctor seguía descansando impasible, y Dina le miraba desde el panel de control con gesto de sorpresa. Chris volvió a cerrar los ojos, y esta vez evocó recuerdos de su familia, del tiempo que pasaron en la Tierra, de su niñez, de su adolescencia… luego pensó en su instrucción, luego en sus ex–novias, luego en otras cosas, y después, trató de encontrar algo más en lo que pensar.
–Si te esfuerzas tanto en no pensar en ello acabarás teniendo pesadillas– le dijo Héctor sin abrir los ojos.
–¿Señor?– Dina se había sentado a su lado y le miraba con expresión extraña.
–Es mejor que llores ahora, que pasar meses con pesadillas–
–¿Cómo puede estar usted tan sereno, señor?– preguntó Latham con algunas gotas de sudor cayéndole por la frente. –Después de…–
–Al final te acostumbras– respondió Héctor. –Es trabajo–
–Claro, es como ir a la oficina– objetó Dina.
–Sólo si en tu oficina te disparan si no haces bien tu trabajo–
–La idea me ha pasado por la mente más de una vez– intervino Crissinger desde los controles.
–No tenéis corazón– Dina abrazó fuertemente a Chris y le sonrió. –Deberías dejarlo antes de acabar como ellos– le susurró a continuación y se acurrucó contra él.
–Ya somos tres– escupió Crissinger mirando a Dina con asco. –Aunque en realidad nuestro amigo aquí presente es un sentimental– añadió señalando a Héctor con la mano.
–¿Y puede saberse de dónde ha sacado tan peregrina idea?– respondió Héctor sonriendo para sí.
–Perdiste tu puesto en casa de los Shaula– dijo Crissinger sentándose en el sillón frente a los controles. –No eres incompetente, no eres desobediente, tu familia no quebró, así que a la fuerza eres un sentimental… o un romántico incurable–
–¿No es lo mismo?– preguntó Chris, contento de tener algo con lo que ocupar la mente.
–Se refiere a romántico del romanticismo, no de película de amor– sonrió Héctor lanzándole algo.
–¿Un caramelo de menta?–
–Te quita el olor a carne quemada del fondo de la nariz– dijo lanzándole otro a Crissinger. Tras pararse a pensarlo unos segundos, le lanzó un tercer caramelo a Dina.
–Gracias…– dijo Chris echándoselo a la boca. –Me estaba preguntando… ¿Por qué se alistó usted?–
–Dejé mi trabajo, necesitaba dinero, y en el ejército no tratan mal a los que tenemos titulación–
–¿Doctorado en mayordomología?– se burló Dina… Chris dejó escapar una sonrisa.
–Licenciado por la academia Isabel XXIV de estudios estratégicos, especializado en literatura de la era peri-industrial y en mecánica de vehículos rodados– recitó Héctor quien, como tocaba al futuro mayordomo de una familia de la alta sociedad terrícola, había estudiado en una academia especializada desde casi niño en la que, además de estudiar contabilidad, oratoria, protocolo, gestión de recursos humanos, y etiqueta, había podido especializarse en un par campos de lo que llamaban “conocimiento civil”. Generalmente, y éste era el caso de Héctor, se escogía un campo verdaderamente útil y otro con el que resultar simplemente interesante.
–Muy apropiado– aprobó Crissinger. –¿Cómo lo perdiste todo?– preguntó a continuación sin dar ningún rodeo.
–Por dos como esas– dijo haciendo a Dina un gesto con la cabeza. –Aunque aquellas eran algo más grandes– Chris miró a Dina un instante. –A mi familia no les gustaba ella. Hubo peleas, hubo discusiones y… en fin, aquí estoy–
–¿Dónde está ella ahora?– preguntó Chris.
–Murió meses antes de que dejara la casa de los Shaula– Crissinger y Chris le miraron con extrañeza. –He dicho que lo hice por una mujer, no que lo hiciera por amor– aclaró Héctor llevándose otro caramelo a la boca. –Después del tiempo que pasé con ella no podía soportar la vida allí, la hipocresía, la corrupción, la mezquindad… no podía cambiarlo, no podía aceptarlo, de modo que decidí hacer caso a lo que ella siempre decía– Héctor sonrió mirando al techo. –Y como no podía hacer nada útil, elegí hacer algo poético y dejé atrás todo lo que conocía por sus ideales– explicó apretando más el arma contra su cuerpo.
–¿Es mejor el ejército?– preguntó Crissinger, Héctor se limitó a sonreír con nostalgia, y Chris y Dina a no entender nada en absoluto. Héctor cerró los ojos y, en su interior, sintió el calor de aquel rayo de sol, hace tantos años. Aquel simple haz de fotones que puso fin a la noche que pasaron juntos, abrazados, tendidos en la cama de ella como tantas veces antes, y ninguna después de aquella última noche
–¿Qué pensarías de mí si me vieras Ariadna…?– preguntó a la nada con la cabeza gacha, y no dijo nada más durante la siguientes dos horas.