Llegamos casi al final y los diferentes conflictos se aproximan a su desenlace, aquí tenemos uno de ellos. [Click aquí para leer este relato desde el principio]
En el pasillo, casi junto al ascensor, le esperaba Eugene Crissinger, de pié en mitad del corredor, con los brazos en la espalda y el semblante frío y sereno.
–Sé que es eres un sentimental, de Shaula– dijo Crissinger refiriéndose a Héctor por el apellido de sus primeros señores. –Pero por favor, dime que no se va a salir con la suya–
–Las plazas son para los médicos, usted lo sabe–
–Pero si el muchacho…– Crissinger suspiró. –Si le confrontara–
–Son órdenes… Además el resultado es el mismo… Si me la llevo será buena con él durante el viaje. Pero cuando llegue a Marte irá con su familia y se olvidará de él– Pocas semanas más tarde él irá a visitarla y un gorila le dirá que ella no le conoce. Supongo que él le traerá malos recuerdos. Acosado por las pesadillas de un novato expuesto a demasiado y sin nadie que le apoye se irá aislando y deprimiendo cada vez más. Tres meses después de llegar a Marte encontrarán su cuerpo colgando de un balcón– Un brillo duro, hosco y metálico fulgió en los ojos de Héctor mientras hablaba.
–Muy imaginativo pero…–
–La muy arpía ni siquiera vino al funeral– Escupió Héctor con la amargura de unos hechos que, si bien aún no habían sucedido, estaban muy frescos en su memoria de viajero temporal.
–Comprendo…– respondió Crissinger en tono neutro. Ambos hombres se midieron las miradas, como buscando cuánto comprendía el otro de lo que estaba pasando, y de lo que suponían debía suceder.
–Nunca he temido a la muerte…– rompió Crissinger el silencio en tono casual. –No más de lo razonable, quiero decir. Sin embargo, desde que de niño estudiara la revolución rusa, me aterra la idea de un linchamiento– a Crissinger le recorrió un escalofrío. –Recuerdo haber tenido pesadillas en las que era Nicolás II… una cosa terrible
–Me parece razonable… Trato hecho–
–Sólo una pregunta antes– dijo entregándole la contraseña. –Si ella le hubiera amado ¿la habría salvado–
–Sí–
–Y los médicos?–
–En el peor de los casos la chica cabría sentada en el regazo de Latham– Crissinger sonrió con franqueza mientras rebuscaba en el interior de su chaqueta.
–Lo guardaba en la caja fuerte para el día en que me jubilara– explicó encendiendo un puro de aspecto viejo y artesanal. –Me lo regaló mi padre al cumplir dieciocho–
–¿Una tradición?– Héctor olió el humo acre y denso del puro con gesto de asco.
–Catorce generaciones… aunque, en realidad, no soy un gran fumador– le respondió entrecortándose por la tos. Un silencio espeso tomó el pasillo. Un silencio sin embargo quebradizo, que se entrelazaba con el toser de Crissinger y el humo de su puro, que se iba haciendo más y más denso a medida que éste fumaba. Héctor liberó el seguro de su arma y esperó.
–Bueno– dijo Crissinger tirando el puro casi entero al suelo y apagándolo con el pié. –Supongo que esto salda mis deudas de honor– añadió encarándose hacia Héctor.
–Gracias por no intentar sobornarme para salvar la vida–
–En el poker y en la vida hay que saber perder con dignidad– respondió dando un paso al frente.
–Incluso cuando se ha apostado más de lo que se debería?– Héctor apoyó el fusil contra su pecho.
–Especialmente en esas situaciones– Eugene Crissinger cayó al suelo con un ruido sordo y quedo, un golpe seco al final, y una comedida sonrisa de tranquilidad dibujada en los labios. “Bueno…” pensó Héctor, “Ahora toca la parte complicada” y, tras dedicar un breve saludo marcial al cuerpo sin vida de Crissinger, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la sala de control.
Cuando la puerta se abrió Chris ya había recogido su fusil y, aunque no tenía muy claro lo que pretendía hacer con él, lo sujetaba con fuerza. Dina estaba detrás de él, en silencio por primera vez en varias horas. Héctor entró con aire distraído y caminó hasta el panel de mando. Lo miró brevemente sin llegar a comprender lo más mínimo de su funcionamiento. Después miró por la ventana de observación y vio que las grúas seguían con su trabajo al mismo ritmo que la última vez que lo había comprobado.
–Nos vamos– ordenó Héctor dirigiéndose hacia la puerta.
–¿Dónde está Crissinger señor?–
–No quería morir en un linchamiento– dijo Héctor. –Nos vamos– ordenó de nuevo con tono más rígido. Chris y Dina pasaron frente a él a regañadientes. Al salir al pasillo se encontraron de frente con el cuerpo, pero siguieron caminando sin decir nada.
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