La hermana pequeña VII

Y ya con las vacaciones terminadas volvemos a la rutina. Si todo ha ido bien he tenido una semana bastante ocupada haciendo trabajos de la uni y escribiendo una idea bastante surrealista que se me ocurrió días antes de empezar semana santa. Si no… espero haber hecho lo de la universidad al menos. Sea como fuere Érica vuelve con más de sus aventuras en una entrega algo más larga de la media, para amenizar el regreso al trabajo.

-Disculpe señor tiene usted…- Jakobsson entró en la sala aún a pesar de que desde donde él se encontraba no podía ver absolutamente a nadie. Cerró y dio unos cuantos pasos por la estancia, hasta verme tras los sillones, arrodillada en el suelo con el cadáver de Köhler, quien había muerto en algún punto indeterminado de su silencio, aún con la cara oculta en mi vientre. -Cuan aciaga contrariedad- saludó el mayordomo exagerando su flema hasta lo cómico. -¿Puedo preguntar por los motivos que han llevado a la situación actual?- en su rostro no había ni el más nimio ápice de sorpresa.
-Iba a dejarnos a todos aquí para que muriéramos- resumí con un leve sollozo. Jakobsson comprendió por sí mismo los detalles importantes, apartó el cuerpo de Köhler, dejándolo boca arriba en el suelo frente a mí, y me ayudó a levantarme. Me tambaleé y caí sobre uno de los sillones, donde rompí a llorar desesperadamente. No sabía muy bien por qué, desde luego no lamentaba la muerte de Köhler, y me alegraba tenuemente de haber sido yo quien ponía fin a sus días y no una úlcera provocada por sus innecesarias preocupaciones. Y sin embargo lloraba, abundante y ruidosamente, sin motivo aparente ni consuelo posible. Jakobsson por su parte permaneció frente a mí con ojos tristes, sin decir ni hacer nada, dejando sencillamente que las cosas siguieran su curso, por poco sencillo que ello resultara en realidad.
-¿Qué está pasando aquí?- saludó García, cuya costumbre de escuchar tras las puertas era por todos conocida. Entró en la sala caminando con aire grandilocuente y rudo.
-Váyase de aquí García, es un consejo amistoso- García hizo caso omiso y avanzó por la sala a pasos agigantados, pensando sin duda que nos había encontrado en plena ruptura.
-No podíais mantenerlo siempre en secreto, al final…- Pablo García se quedó completamente quieto y en silencio, cosa que por desgracia no sucedía demasiado a menudo. -¿Qué es eso?- “acertó” a preguntar por fin.
-Resulta obvio ¿no cree?- respondió el pétreo Jakobsson. -Es…-
-¡No lo digas!- le interrumpió García con un grito gutural. -¡¿Qué demonios ha pasado?!- preguntó con un amplio gesto de desesperación.
-La señorita Celaya…- comenzó Jakobsson.
-Mierda, mierda, mierda… cuando la policía llegue- García estaba fuera de sus casillas, y hubiera seguido hablando de no ser porque mis enormes carcajadas le interrumpieron.
-Veo que no está usted al tanto de la situación- Jakobsson parecía ser el único que conservaba la compostura.
-¡¿De que hablas?! Está muerto ¿Qué hay que entender?- gritó García. El pétreo mayordomo dejó ir un suspiro mental y le explicó brevemente al chofer brevemente todo el asunto del cometa y la evacuación encubierta.
-Por supuesto, si intentan contactar con esta casa para ver qué tal marcha todo y no pueden ponerse en contacto con el señor, cuya nave sigue en tierra, quizás decidan que haga falta dar un escarmiento para evitar otras insurrecciones- dejó caer con tono sombrío Jakobsson tras finalizar su explicación. -En ese caso quizás quieran colgar a alguien, sí, no me cabe duda- prosiguió como hablando solo.
-Por supuesto que os van a colgar- espetó García. – ¡Joder! Yo mismo les ayudaré-
-No lo creo- contravino tranquilamente el mayordomo. -¿Un viejo y una mujercilla de aspecto frágil? ¿Dos leales sirvientes? Es difícil imaginarnos como crueles y sanguinarios asesinos, más aún cuando quieren encubrir mientras puedan todo el asunto del asteroide- prosiguió con tono crecientemente sombrío. -No obstante, un hombre joven y fuerte, con un temperamento que le hico propenso a las trifulcas tabernarias durante gran parte de su vida… suena mucho mejor- hubo una ligera pausa. -Y si a eso le suma una hermosa secretaria… sí… sin duda suena como una buena historia para mantener distraídas a las cotillas de este planeta mientras sus señores huyen discretamente- Jakobsson se cogía el mentón muy expresivamente. -¿Qué piensa usted?- preguntó finalmente a un pálido Pablo García.
-No es posible… ellos no… ¿De verdad hay un asteroide viniendo hacia la tierra?-
-¿Le parece que bromeo?- si se tenía que juzgar por su semblante, el mayordomo había hecho su última broma alrededor de dos meses antes de nacer.
-Yo… ellos no… ¡Soy inocente!- se defendió el chofer desesperadamente. -No pueden…- añadió llevándose la mano al cuello.
-¿Y que más da? Los que sigan aquí mañana estarán muertos de todos modos. Ganar tiempo para que los señores evacuen la tierra parece mucho más importante que preservar el ideal de justicia. Sobre todo si tenemos en cuenta que nos van a dejar aquí para que muramos- Jakobsson estaba consiguiendo asustarme a mí misma, aún cuando sabía que estaba haciendo comedia para persuadir a García de que colaborara. Muy a pesar de sus inmóviles facciones, había sido siempre un hombre muy expresivo.
-Mierda, mierda, mierda- el chofer se cogía la cabeza entre las manos. -¿Qué hacemos?- preguntó finalmente. El mayordomo sonrió mentalmente y dio un paso hacia García, mirándole directamente a los ojos.
-Marcharnos, antes de que nadie eche en falta al señor si es posible- dijo casi en un susurro. -Encárguese de hacer su maleta y vaciar la nave personal del señor- ordenó recuperando su habitual tono marcial. El asustado chofer salió corriendo hacia la puerta. -¡García!- alzó la voz cuando este estuvo ya en la puerta. -Discreción- dijo acompañando su orden con un gesto de su mano para que se calmara. García asintió y cerró la puerta a su espalda. -Un bufón- comentó mirando a una de las paredes.
-Un bufón- convine yo sin levantarme del sillón.
-Bien…debo ir a encargarme de algunos asuntos- me dijo sin perder de vista ese mismo punto de la pared. -Érica- Jakobsson se puso de cuclillas frente a mí y me miró a los enrojecidos e hinchados ojos. -Estoy más que orgulloso- me felicitó con una casi imperceptible palmada sobre la rodilla. Acto seguido se puso en pié y abandonó la habitación, quedándome a solas con mis pensamientos.
En un primer momento me sentí casi tranquila, pensé que lo peor ya había pasado, me levanté y anduve por la habitación, me acerqué a la mesa, contemplé la botella apenas sí empezada y la tomé en mi mano, leyendo la etiqueta con atención.
-¡Mierda!- clamé finalmente arrojando la botella con todas mis fuerzas, que estalló en mil pedazos contra la pesada puerta del despacho. Acto seguido hice lo mismo con los diferentes utensilios que había en la mesa, lanzándolos contra las paredes sin apuntar a nada en concreto. -¡Te hubieras casado conmigo y sin embargo me hubieras abandonado para salvar tus malditos palos de golf!- le grité al cuerpo inerte de Köhler sin darme la vuelta. -¡¿Cómo se puede ser un cabrón tan hipócrita?!- me acerqué a la librería con paso decidido. -¡Por favor! Sí lo único que has leído en tu vida son los resultados de los partidos de polo- grité totalmente fuera de mí. -Shakespeare, claro, Platón, Flaubert, Descartes, incluso Chandler o Chase- fui enumerando al azar. -hasta hay poesía, Machado y Neruda, Whitman y ¡Marx!- Ver aquel nombre me enfureció por completo. -¡El cabrón multimillonario tiene una copia de Das Kapital en su despacho!- lancé un agudo chillido. -¡¿Lo has abierto siquiera?!- saqué el libro de la estantería, tirando varios más. -¡Te lo voy a leer a ver qué piensas!- abrí el libro por una página al azar y lo que vi hizo que empezara a reír hasta quedarme sin aire. -¡En blanco!- dije entre carcajadas mientras arrancaba puñados de páginas y los lanzaba al aire. -Dickens, Víctor Hugo, Tolstoi, Dumas ¡Todos en blanco!- fui esparciendo los libros por el suelo de la habitación, arrancando un puñado de páginas de cada libro y lanzándolo sobre mi cabeza. En escasos segundos toda la habitación estaba sembrada de libros y papeles, todos ellos en blanco. -Libros vacíos y botellas llenas ¡Eso es vida!- dije casi afónica por mis propios gritos al tiempo que me dirigía, tratando en vano de no caerme en mitad del caos reinante, hacia el minibar. Una vez allí, en un proceso análogo al anterior arrojé las botellas por la habitación enumerando las marcas y los productos, que iban desde whisky añejo y una absenta que hubiera sido la envidia de cualquier verdadero bohemio. En pocos minutos la habitación fue convertida en un sembrado de papeles empapados en licores variados.
-¡¿Qué?!- exclamé al ver un libro apoyado contra una botella del fondo. -¿También aquí tienes libros en blanco?- dije cogiéndolo del mueble bar. Al abrirlo encontré para mi sorpresa que estaba bastante gastado y, por si eso no fuera suficiente, que sus páginas estaban realmente impresas. Se trataba nada más y nada menos que de “Luna sobre la piel nacarada” de Garrick Standford, un poemario publicado con ocasión de su décimo aniversario de bodas y que recogía todos los poemas escritos a su mujer, algunos de los cuales eran incluso de amor. La escasa energía que quedaba en mí desapareció casi al instante, Stanford era básicamente un desconocido de la historia de la literatura, uno de esos autores que si bien pasan a la historia y hasta le suenan vagamente a un cierto número de personas, se mantienen en un segundo plano y sólo aquellos con verdadero interés llegan a conocer su obra mínimamente. Me senté en el suelo y leí varios de los poemas, que tenían las esquinas dobladas a modo de odioso marcapáginas. La mayor parte de ellos versaban sobre el sentimiento de soledad en los momentos bajos del autor, y alternativamente, de cómo tener a su esposa junto a él resultaba reconfortante, o acrecentaba su sensación de incomprensión. En ese momento encontré mi olvidado móvil en un bolsillo y vi que tenía una llamada perdida. Me pareció un buen momento para devolverla.
-Hola- saludé cuando descolgaron al otro lado de la línea.
-Gracias a Dios Érica, tienes que salir de aquí, la Tierra…- comenzó aceleradamente Marco.
-Lo sé… está todo arreglado- le interrumpí yo. -¿Qué tal anda todo por ahí?-
-Bueno, matamos al tirano, con tan mala suerte de que el cabrón estaba prevenido, sonó una alarma y la puerta del hangar no se abre, la policía está de camino- resumió brevemente. -¿Qué fue de Köhler?- preguntó con cierta sorna
-Se durmió sobre un cuchillo- resumí con voz de circunstancias
-Vaya… parece que los Celaya no somos tan buenos siervos como parecía- dijo entre carcajadas.
-¿Que vais a hacer?- pregunté ingenuamente.
-Estas mansiones son casi fortalezas, entre eso y la colección de armas de caza, la policía va a llevarse una buena sorpresa- Marco casi parecía feliz. -Los contendremos hasta que Philip pueda colarse en el ordenador central o hasta que llegue más gente para usar las naves y tengan que retirarse- el hombre sonaba casi convencido
-¿Habéis dado avisos?- pregunté sin darme cuenta de que habían pasado bastantes horas desde que me había visto sumergida en mi pesadilla personal.
-¿No te has enterado?- hubo una pausa. -Media ciudad está en guerra ¡Medio planeta está en guerra!- hubo un deje de orgullo en su voz. -La policía está intentando conseguir naves para los cabrones que fueron abandonados en lugar de asesinados, y la gente de a pie se dirige a toda prisa hacia las mansiones para conseguir un pasaje fuera de esta roca- resumió a toda velocidad. -Estamos más organizados de lo que creen- se jactó.
-Mamá estaría orgullosa- fue cuanto se me ocurrió decir.
-Lo sé…- oí una sonrisa en su voz. -Espero poder verla muy pronto- una detonación sonó en la distancia. -Tengo que dejarte cariño… te quiero-
-Yo también te quiero papá- oí cortarse la comunicación y me quedé en silencio unos minutos, rezando por que todo fuera bien. Eran tiempos difíciles para todos. Dejé caer mis manos y di de nuevo con el libro de Stanford.
-Eres un hombre complicado Köhler- dije no pudiendo evitar sonreír levemente. -Un hombre complicado y un tanto estúpido- añadí tomando la botella de bourbon sobre la que había estado apoyado el libro. Dejé el libro sobre su pecho y derramé parte del contenido sobre el mismo, dejando la botella con un cuarto de su contenido junto a la mano de Köhler. Me dirigí a la puerta y, antes de disponerme a salir giré sobre mis talones, contemplando el particular mausoleo que había construido para mi antiguo señor.
-Es una pena- oí a Jakobsson a mi lado.
-¡¿Como?!- respondí temiendo otro estallido.
-Los sillones- respondió con sencillez. -Me gustaban- dijo mientras me ofrecía el zippo que usaba para encender los cigarros de las visitas distinguidas. Lo tomé, encendido como estaba, y lo arrojé con violencia hacia el interior. El brillante metal rebotó contra el escritorio y un par de veces contra el suelo antes de que la llama diera con una superficie sólida. El papel en blanco impregnado en muchos de los más selectos alcoholes del planeta estalló en llamas con súbita virulencia. Bien pensado, resultó ser una pira a la altura de la fortuna y los gustos de Köhler.
-Tenemos que irnos- me apremió Jakobsson. -Nuestros amigos se niegan a irse sin nosotros- explicó mostrándome la llave de la nave.
Nos dirigimos con paso firme hacia el hangar, atravesando los pasillos ya desiertos de la casa. Muchas cosas se habían caído, o tirado, probablemente por las prisas, combinada sin duda con el odio que algunos sentíamos hacia ciertos objetos de la casa.
-Necesito…- caí en la cuenta de que no tenía equipaje.
-Yo mismo he hecho sus maletas- me interrumpió el mayordomo. -Espero que mi gusto sea el apropiado- se disculpó a continuación. Por la expresión de sus ojos, iba a pasarme los siguientes meses pareciendo una princesa salida de un cuento de hadas.
Ya en el hangar pude ver que los asientos y todo el mobiliario de la lujosa parte trasera de la nave habían sido desmontados para dejar sitio para el pasaje. Junto a los asientos había desperdigadas muchas de las más preciadas posesiones de Köhler, arrojadas sin demasiados miramientos para hacer sitio al servicio y sus escasas pertenencias. Jakobsson y yo nos dirigimos hacia la cabina.
-¿Y García?- pregunté en un arranque de preocupación altruista.
-El muchacho no está en condiciones de conducir- explicó el mayordomo. -Casi sufre un ataque con los nervios- subí al asiento del copiloto sin hacer más preguntas, las puertas se abrieron y despegamos a toda velocidad hacia el espacio. A nuestras espaldas el interior de la casa seguía ardiendo lenta pero inexorablemente, una de las propiedades de las maderas nobles, pero el humo no se había abierto paso todavía hasta el exterior.

 


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